 |
William Finley en Phantom of the Paradise, de Brian de Palma |
Esperaba a mi papá en un Sanborns, hojeando una revista de recetas, cuando un hombre se acercó a mí. Se le notaba nervioso. "Disculpa, ¿eres la hermana de Arturo?" Me sorprendió la ingenuidad de su pick up line, yo tenía solamente quince años y sabía perfectamente que lo único que buscaba era un pretexto para entablar conversación. "No" le dije, y le di la espalda, divertida. Sentía su mirada fija en mi blusa azul marino mientras daba de vueltas alrededor de la librería sin decidirse a darse por vencido. "Eres muy bonita" volvió al acecho. No lo era, y era lo suficientemente perspicaz para haberme dado ya cuenta. "¿la hermana de Arturo es bonita?" le dije para sorprenderlo. Se quedó mudo mientras le di la espalda una vez más, pero cuando me vio dejar la revista en su lugar se acercó de nuevo. Quería saber en qué universidad iba y si podía ir a buscarme ahí. Le contesté el nombre de un colegio. "No la conozco pero la encontraré, ¿en qué carrera estás?". "Es una secundaria señor, ahora por favor déjeme tranquila". La última palabra, la dije ya con un nudo en la garganta y me apresuré a irme a parar junto a mi hermano, quien andaba también por ahí y dicho sea de paso, no se llama Arturo.
Esta es una escena a la que me gusta viajar en la mente. Hay otras. Cuando a mi alrededor pasa o acaba de pasar algún acto violento pongo mi cuerpo en automático y busco en mi videoteca del inconsciente el VHS perfecto para escapar de la situación. Es como el cine, donde la incomodidad de la butaca o el dolor en las piernas dormidas no logran abstraerte de una historia, ajena, donde siempre he entendido que es el espectador el que está proyectando algo.